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San Lázaro
TIEMPO
PRESENTE:
En cielo matutino
despertaba azulado y el sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte mientras
las estrellas se pagaban para esperar de nuevo la noche. Ya eran próximas a ser
las siete con cincuenta minutos de la mañana y Nicel aún se encontraba de pie
en el andén de la estación del metro esperando la llegada del convoy.
Impaciente se
balanceaba de un lado a otro, aparentando una impaciencia y mal humor que
verdaderamente no sentía. De hecho ni siquiera se consideraba a sí misma una
mujer impaciente, pero cualquiera que hubiese intentado abordar el metro de la
ciudad de México entre las siete y las
ocho horas de un lunes cualquiera, sabría perfectamente lo difícil que resulta
tan siquiera aproximarse a la puerta de un vagón mientras tratas de abrirte
paso a empujones y codazos entre las personas…
Realmente no estaba
molesta, no podía simplemente estarlo y culpar a la gente, ya que todos hacían
lo que podían al igual que ella para procurarse un lugar en el transporte
público. Podría decirse que todos ahí eran víctimas del sistema, peleando por incorporarse
al bullicio de una sociedad que se ha apropiado del ritmo de sus vidas. Y es
que era cierto, la ciudad de México y sus veinte millones de habitantes era un
buen ejemplo de la urbanización sin orden, con más de cinco millones de
usuarios diarios de la red del suburbano.
Justo ahí, presa de la
cotidianeidad y a la mitad de esa plataforma llena de personas de todas las
profesiones y disfraces, de todos los aromas, tallas y complexiones, se
encontraba Nicel Lozano, una joven doctora de apenas veintinueve años de edad,
amante de su trabajo y acérrima enemiga de la impuntualidad. Una mujer cuya
personalidad muchas veces había sido calificada por personas de su trabajo como
“demasiado dispar” con su corta edad,
¿absurdo no? aquellos hombres no podían ni imaginarse las cosas que ella había
tenido que vivir… Era por ello que
comentarios y opiniones como aquellas la mantenían sin cuidado y las
consideraba simplemente como una parte fundamental de su trabajo, una
herramienta esencial para mantener su profesionalismo…
Miró su reloj de
pulsera por quinta vez en diez minutos mientras su mirada se paseaba una y otra
vez hacia la dirección por la cual llegaría el convoy, como si de alguna
supersticiosa manera, apurara con ello su aproximación.
Su turno en el hospital
comenzaba a las ocho en punto y aunque le daban una tolerancia de quince
minutos, jamás se había visto en la necesidad de ocuparlos. No permitiría de
ningún modo que ese lunes se convirtiera en la excepción.
Finalmente, aquellos
minutos de espera arrojaron fruto y el convoy del metro llegó al andén de
aquella, la estación San Lázaro. Nicel hizo su máximo esfuerzo para situarse lo
más cercana posible a las puertas de un vagón, que como el resto, podía verse
completamente saturado y desparramando gente. Tenía que estar alerta, seguramente
las puertas se abrirían vomitando a las personas sin amabilidad ni naturaleza,
todos peleando por salir mientras otros luchaban por entrar… Nicel suspiró un
instante al ver a lo que se enfrentaría, así era la vida en San Lázaro, una de
las estaciones clave para transbordar en la ciudad.
Probablemente en
cualquier otro momento aquella danza de tropezones y empujones le habría
parecido incluso cómica a los usuarios como Nicel, acostumbrados a viajar a
través de la ciudad, sin embargo, por aquellos días de Mayo del 2009, México
atravesaba por una muy compleja situación biosocial que, al no tener precedente
alguno, poseía la asombrosa capacidad de generar una atmósfera bien cargada,
cuya tensión casi podía respirarse en todos y cada uno de los rincones del
Distrito Federal… sobre todo los de sitios públicos: El brote de influenza viral.
Nicel sabía
perfectamente que éstas no eran palabras menores, ella conocía bien la anatomía
molecular y propiedades infectivas del virus de influenza, después de todo se
había especializado en medicina torácica y eran justo las enfermedades
respiratorias la fuente más importante de su trabajo.
Se abrieron las puertas
del vagón y luego de un breve y estrepitoso flujo de pasajeros, Nicel apenas
pudo conseguir un lugar cerca de la puerta, justo antes de que las puertas cerráranse
y el tren iniciara por fin su marcha.
Eran nueve las
estaciones que la separaban de su destino y sólo le quedaban cinco minutos más
para llegar, no obstante, había ciertos detalles atípicos e inquietantes en
aquel vagón, que le hicieron olvidarse incluso de la prisa que la agobiaba… la
totalidad de los pasajeros eran hombres y una gran parte de ellos se encontraba
mirándola…
Era muy extraño, no era
sólo que ellos la miraran por su bello rostro, por su cabello o por lo
atractivo de su cuerpo… esas eran miradas a las que estaba acostumbrada, pero
no era el caso. Incluso tampoco se debía a que fuese la única mujer entre esa
perpetua masculinidad… no, no era eso, había algo más en esos rostros
heterogéneos, algo mucho más próximo y llamativo: Todos, sin excepción alguna,
usaban cubrebocas, TODOS ELLOS. Este simple pero muy sutil hallazgo la hizo
saltar de su ensimismamiento y sentirse intranquila de repente, agobiada por el
peso de todas esas miradas que parecían escudriñarla de pies a cabeza y
sorprenderse por el resultado del examen ¿Acaso
había algo mal en ella?
Las estaciones fueron
pasando de una en una y cada vez más y más hombres abordaban el vagón para
mirarla, una parte de ella sabía que era una tontería, pero tenía casi la
certeza de que así era.
-No dejan de mirarme ¿Qué quieren de mí?
El tiempo seguía
corriendo y el pánico estaba amenazando con arrebatarle la cordura: Una mujer
sola en un vagón atestado de hombres ¿Una locura?
Se sentía sofocada y
como pudo logró descender a la siguiente apertura de las puertas. ¿Qué es lo
que había provocado que la miraran de ese modo? Un mareo la aquejaba y tal vez,
un gran vaso de café la salvaría, por suerte más adelante podía divisarse una
tienda en uno de los pasillos que conectaban al andén…
El pequeño local, que
vendía revistas y lo que parecían ser desayunos rápidos, se instalaba en un
rincón solitario de uno de los pasillos más amplios de la estación y había
aparecido frente ella como una balsa ante un náufrago. Su cuerpo necesitaba
glucosa, pues en su apresurada salida de su departamento no había tenido tiempo
para probar bocado alguno…
En la pequeña barra del
localito apenas se veían un par de
comensales, suficiente gente como para hacerla sentir más tranquila, siempre
era mejor estar en un lugar público.
Como pudo, Nicel se
aproximó y con apenas un hilo de voz consiguió pedir un gran vaso de café Americano bien cargado y
una empanada de fresa y se sentó por fin junto a uno de los hombres de corbata
que desayunaban. Mientras bebía distraída del todavía humeante recipiente, le
arrebató la atención el encabezado en el periódico del individuo más cercano a
ella, en él podía leerse en tinta roja: “LA ALERTA EPIDEMIOLÓGICA DE LA OMS SE
ELEVA A FASE 5” Fue en ese preciso instante que hubo una revelación en el
cristal del aparador de la pequeña tienda, donde su figura reflejada le
permitió darle sentido a lo sucedido con los hombres del vagón y que las piezas
encajaran en su cabeza: ella traía su bata puesta, con su estetoscopio incluso
aún colgado al cuello, pero el detalle fulminante fue descubrirse a sí misma
sin la más mínima precaución por el uso de cubrebocas,
de hecho ella parecía no tener preocupación alguna por colocar sus manos sobre
las sucias e insalubres sujetaderas del metro, a pesar de haberse elevado la
alerta a Fase cinco y caminar por ahí con una bata puesta…
El caos pronto
comenzaría a abrazar la ciudad si no se implementaban las medidas necesarias y
acordes a esa fase cinco… pronto comenzarían a cerrar los espacios públicos y
limitarían a las personas al espacio de sus casas.
“Fase
cinco” eran palabras mayores incluso para un organismo
internacional como la OMS…
Nicel sabría que la
situación subiría de tono en unas pocas horas y necesitaría estar preparada
para lo que fuera. Los pacientes solían perder el control cuando su salud se
veía amenazada de manera directa y en este caso, inmisericorde… Los humanos
eran demasiado egoístas como para poder encontrar la solidaridad ante los
hechos que la merecía y en cambio, entraban muy fácilmente en caos.
Nicel miró su reloj una
vez más, ya eran las ocho con quince minutos de la mañana. Por primera vez en
el año no contaría con el tiempo suficiente para evitar el retardo…
Era un hecho, iba a
llegar tarde.
…
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