lunes, 4 de junio de 2012

Capítulo 3 San Lázaro...


3
San Lázaro

TIEMPO PRESENTE:
En cielo matutino despertaba azulado y el sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte mientras las estrellas se pagaban para esperar de nuevo la noche. Ya eran próximas a ser las siete con cincuenta minutos de la mañana y Nicel aún se encontraba de pie en el andén de la estación del metro esperando la llegada del convoy.
Impaciente se balanceaba de un lado a otro, aparentando una impaciencia y mal humor que verdaderamente no sentía. De hecho ni siquiera se consideraba a sí misma una mujer impaciente, pero cualquiera que hubiese intentado abordar el metro de la ciudad de México  entre las siete y las ocho horas de un lunes cualquiera, sabría perfectamente lo difícil que resulta tan siquiera aproximarse a la puerta de un vagón mientras tratas de abrirte paso a empujones y codazos entre las personas…
Realmente no estaba molesta, no podía simplemente estarlo y culpar a la gente, ya que todos hacían lo que podían al igual que ella para procurarse un lugar en el transporte público. Podría decirse que todos ahí eran víctimas del sistema, peleando por incorporarse al bullicio de una sociedad que se ha apropiado del ritmo de sus vidas. Y es que era cierto, la ciudad de México y sus veinte millones de habitantes era un buen ejemplo de la urbanización sin orden, con más de cinco millones de usuarios diarios de la red del suburbano.
Justo ahí, presa de la cotidianeidad y a la mitad de esa plataforma llena de personas de todas las profesiones y disfraces, de todos los aromas, tallas y complexiones, se encontraba Nicel Lozano, una joven doctora de apenas veintinueve años de edad, amante de su trabajo y acérrima enemiga de la impuntualidad. Una mujer cuya personalidad muchas veces había sido calificada por personas de su trabajo como “demasiado dispar” con su corta edad, ¿absurdo no? aquellos hombres no podían ni imaginarse las cosas que ella había tenido que vivir…  Era por ello que comentarios y opiniones como aquellas la mantenían sin cuidado y las consideraba simplemente como una parte fundamental de su trabajo, una herramienta esencial para mantener su profesionalismo…
Miró su reloj de pulsera por quinta vez en diez minutos mientras su mirada se paseaba una y otra vez hacia la dirección por la cual llegaría el convoy, como si de alguna supersticiosa manera, apurara con ello su aproximación.
Su turno en el hospital comenzaba a las ocho en punto y aunque le daban una tolerancia de quince minutos, jamás se había visto en la necesidad de ocuparlos. No permitiría de ningún modo que ese lunes se convirtiera en la excepción.
Finalmente, aquellos minutos de espera arrojaron fruto y el convoy del metro llegó al andén de aquella, la estación San Lázaro. Nicel hizo su máximo esfuerzo para situarse lo más cercana posible a las puertas de un vagón, que como el resto, podía verse completamente saturado y desparramando gente. Tenía que estar alerta, seguramente las puertas se abrirían vomitando a las personas sin amabilidad ni naturaleza, todos peleando por salir mientras otros luchaban por entrar… Nicel suspiró un instante al ver a lo que se enfrentaría, así era la vida en San Lázaro, una de las estaciones clave para transbordar en la ciudad.
Probablemente en cualquier otro momento aquella danza de tropezones y empujones le habría parecido incluso cómica a los usuarios como Nicel, acostumbrados a viajar a través de la ciudad, sin embargo, por aquellos días de Mayo del 2009, México atravesaba por una muy compleja situación biosocial que, al no tener precedente alguno, poseía la asombrosa capacidad de generar una atmósfera bien cargada, cuya tensión casi podía respirarse en todos y cada uno de los rincones del Distrito Federal… sobre todo los de sitios públicos: El brote de influenza viral.
Nicel sabía perfectamente que éstas no eran palabras menores, ella conocía bien la anatomía molecular y propiedades infectivas del virus de influenza, después de todo se había especializado en medicina torácica y eran justo las enfermedades respiratorias la fuente más importante de su trabajo.
Se abrieron las puertas del vagón y luego de un breve y estrepitoso flujo de pasajeros, Nicel apenas pudo conseguir un lugar cerca de la puerta, justo antes de que las puertas cerráranse y el tren iniciara por fin su marcha.
Eran nueve las estaciones que la separaban de su destino y sólo le quedaban cinco minutos más para llegar, no obstante, había ciertos detalles atípicos e inquietantes en aquel vagón, que le hicieron olvidarse incluso de la prisa que la agobiaba… la totalidad de los pasajeros eran hombres y una gran parte de ellos se encontraba mirándola…
Era muy extraño, no era sólo que ellos la miraran por su bello rostro, por su cabello o por lo atractivo de su cuerpo… esas eran miradas a las que estaba acostumbrada, pero no era el caso. Incluso tampoco se debía a que fuese la única mujer entre esa perpetua masculinidad… no, no era eso, había algo más en esos rostros heterogéneos, algo mucho más próximo y llamativo: Todos, sin excepción alguna, usaban cubrebocas, TODOS ELLOS. Este simple pero muy sutil hallazgo la hizo saltar de su ensimismamiento y sentirse intranquila de repente, agobiada por el peso de todas esas miradas que parecían escudriñarla de pies a cabeza y sorprenderse por el resultado del examen ¿Acaso había algo mal en ella?
Las estaciones fueron pasando de una en una y cada vez más y más hombres abordaban el vagón para mirarla, una parte de ella sabía que era una tontería, pero tenía casi la certeza de que así era.
-No dejan de mirarme ¿Qué quieren de mí?
El tiempo seguía corriendo y el pánico estaba amenazando con arrebatarle la cordura: Una mujer sola en un vagón atestado de hombres ¿Una locura?
Se sentía sofocada y como pudo logró descender a la siguiente apertura de las puertas. ¿Qué es lo que había provocado que la miraran de ese modo? Un mareo la aquejaba y tal vez, un gran vaso de café la salvaría, por suerte más adelante podía divisarse una tienda en uno de los pasillos que conectaban al andén…
El pequeño local, que vendía revistas y lo que parecían ser desayunos rápidos, se instalaba en un rincón solitario de uno de los pasillos más amplios de la estación y había aparecido frente ella como una balsa ante un náufrago. Su cuerpo necesitaba glucosa, pues en su apresurada salida de su departamento no había tenido tiempo para probar bocado alguno…  
En la pequeña barra del localito apenas se veían un par de comensales, suficiente gente como para hacerla sentir más tranquila, siempre era mejor estar en un lugar público.
Como pudo, Nicel se aproximó y con apenas un hilo de voz consiguió pedir un  gran vaso de café Americano bien cargado y una empanada de fresa y se sentó por fin junto a uno de los hombres de corbata que desayunaban. Mientras bebía distraída del todavía humeante recipiente, le arrebató la atención el encabezado en el periódico del individuo más cercano a ella, en él podía leerse en tinta roja: “LA ALERTA EPIDEMIOLÓGICA DE LA OMS SE ELEVA A FASE 5” Fue en ese preciso instante que hubo una revelación en el cristal del aparador de la pequeña tienda, donde su figura reflejada le permitió darle sentido a lo sucedido con los hombres del vagón y que las piezas encajaran en su cabeza: ella traía su bata puesta, con su estetoscopio incluso aún colgado al cuello, pero el detalle fulminante fue descubrirse a sí misma sin la más mínima precaución por el uso de cubrebocas, de hecho ella parecía no tener preocupación alguna por colocar sus manos sobre las sucias e insalubres sujetaderas del metro, a pesar de haberse elevado la alerta a Fase cinco y caminar por ahí con una bata puesta…
El caos pronto comenzaría a abrazar la ciudad si no se implementaban las medidas necesarias y acordes a esa fase cinco… pronto comenzarían a cerrar los espacios públicos y limitarían a las personas al espacio de sus casas.
“Fase cinco” eran palabras mayores incluso para un organismo internacional como la OMS…  
Nicel sabría que la situación subiría de tono en unas pocas horas y necesitaría estar preparada para lo que fuera. Los pacientes solían perder el control cuando su salud se veía amenazada de manera directa y en este caso, inmisericorde… Los humanos eran demasiado egoístas como para poder encontrar la solidaridad ante los hechos que la merecía y en cambio, entraban muy fácilmente en caos.
Nicel miró su reloj una vez más, ya eran las ocho con quince minutos de la mañana. Por primera vez en el año no contaría con el tiempo suficiente para evitar el retardo…  
Era un hecho, iba a llegar tarde.




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