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Títere y titiritero
Ernesto permaneció ahí
sentado a la mesa del Sanborns
incluso una vez que el licenciado Montalvo se hubo retirado. Felipe Montalvo,
el exitoso empresario trabajaba para uno de los más grandes imperios
farmacéuticos del mundo y aunque era evidente que no era él quien movía los
hilos ahí dentro, por lo menos conocía gente. Personas poderosas. Era
justamente la clase de amistades que a Ernesto le gustaba procurarse. Hombres
con poder y posición, que se sabían mover de un escalón a otro con rapidez sin
importar que tan insegura o tambaleante fuere la pirámide social. Hombres
inteligentes para hacer negocios.
Ambos hombres habían
sido compañeros durante el bachillerato y aunque habían seguido caminos por
completo diferentes en aquel entonces, parecía que el destino les reservaba aún
la más grande sorpresa. Sorpresa que encontraron en la calidez de la amistad
que habían retomado después de tanto tiempo. Y de repente, en un abrir y cerrar
de ojos se encontraban ahí, más amigos que nunca y compartiendo su pretencioso
gusto por el dinero.
Ernesto se sentía
pleno, íntegro de repente. Tenía el presentimiento de que ese nuevo trato que
se había cerrado aquella mañana, representaba la apertura de una gigantesca
puerta que lo llevaría por fin a la riqueza y la felicidad que siempre había
deseado conseguir. Una puerta que llevaba buscando treinta y seis años de su
vida.
No dejaba de sonreír
para sí mismo, mientras contemplaba los escenarios que las mesas de ese Sanborns le ofrecían. Hombres de
negocios se veían aquí y allá, de vistosos trajes y espléndidas corbatas,
probablemente también cerrando jugosos tratos de negocios al igual que él lo
había hecho minutos antes.
También veíanse
mujeres. Damas en grupo comentando las películas de estreno o las últimas
tendencias de la moda... Y por último se encontraba él, disfrutando de su
reflexión en medio de la soledad de su mesa, sólo interrumpida por la compañía
que le otorgaba su interminable sonrisa en el rostro.
-Ojalá estuvieras aquí papá- Dijo en voz alta, mientras la nostalgia
lo invadía y que a punto estuvo de arrebatarle una lágrima.
Su padre, Ernesto
Alquicira, había sido el iniciador de su vida en los negocios, el que le había
dado la idea de comenzar invirtiendo en farmacéutica y quién le había dado el
capital para iniciarlo todo desde cero. Era ese gran hombre por quién ahora
tenía lo que tenía y era quién era.
Pero su padre se había
ido hace ya mucho tiempo. El cáncer cerebral se lo había arrebatado y sólo
quedaba él. Nunca tuvo hermanos con quién compartir sus triunfos y a su madre
jamás la conoció. Eran sus hijos los últimos peldaños de la dinastía de los
Alquicira. Los últimos del árbol genealógico. No permitiría que se perdieran
este triunfo auténticamente suyo desde el principio hasta el fin. Iba a hacer
que se sintieran orgullosos del hombre que era y del gran empresario en que se
había convertido.
Aún no sabía
exactamente cómo ni de donde sacaría el monto que le faltaba por pagar pero lo
haría. Tenía que hacerlo, había tomado ya la firme decisión y no se echaría
para atrás ahora. Además, la inversión valdría cada centavo.
Ernesto abandono
aquella reflexión de las cosas para por fin dejar una gran propina y salir al
estacionamiento. Estaba de muy buen humor a pesar de que exactamente no sabía
cómo conseguiría el monto. Sin embargo tenía la certeza de que así lo haría.
El lujoso Sanborns en el que se habían quedado de
ver para desayunar Montalvo y él se encontraba sólo a diez minutos de distancia
de su residencia. Esto suponía una ventaja para efectuar la negociación ya que,
al menos el pensaba que cualquier riesgo que debiera tomar a nombre de su
empresa, debía de ser lo más cercano posible de su lugar más cómodo en el
mundo: su hogar. Como si de alguna extraña manera, la amenaza de fracasar en un
acto de negociación fuera fácil de sobrellevar cuando tenía tan cerca un lugar
seguro hacia donde correr y dónde desahogarse. Como aquel capitán que por hundirse con su barco, se hunde feliz.
Ernesto salió al
estacionamiento y se dirigió al sitio donde había dejado aparcado el Audi TT
que conducía y justamente ya estaba por abrir una de las puertas cuando notó que
había un sobre de papel recargado sobre el parabrisas de su auto…
A primera vista el
sobre parecía una vulgar propaganda electoral o un boletín comercial así que lo
tomó para llevarlo a la basura cuando se percató de que dicho sobre tenía
escritas unas líneas en tinta roja. Cuando lo hubo mirado detenidamente notó
algo mucho más interesante e inesperado: El sobre era una carta cerrada… y
estaba dirigida a él pero había algo más… un dato extra escrito en él… se
trataba del remitente, un tal Doctor Corvisart…
Ernesto se encontraba
distraído y en ese momento no le dio demasiada importancia al tema. Incluso
estuvo a punto a dar apertura a aquel misterioso sobre ahí mismo, mientras
seguía de pie en el estacionamiento del restaurante, pero se puso a pensar un
segundo y decidió que la lectura de aquel documento tendría que esperar.
Aquella extraña carta dirigida solo y específicamente a él no le daba buena espina… Más allá de las
extrañas circunstancias en que llegó a sus manos era el miedo a lo desconocido
lo que lo aterraba pero ¿Qué tenía que perder?
-Vamos Ernesto no seas cobarde- Se dijo para sí mismo. – ¿Porqué de pronto te sientes tan inseguro
por un insignificante pedazo de papel? No es que no sea extraño todo esto pero
demonios, acabas de cerrar un trato de muchos millones que seguramente le dará
un giro espectacular a tu vida en tan sólo unas cuantas semanas, ya lo has
oído, Montalvo te lo ha asegurado… “No hay nada de qué preocuparse”- Se
repitió en voz alta una vez más. Sonaba como el spot de una campaña política
bien elaborada ya que justamente lo conducía al mismo efecto tranquilizador que
produciría esta última.
Sin más titubeos o
dudas al respecto, Ernesto abordó su Audi, se colocó sus gafas oscuras y
conectó su iPad a todo volumen. No
iba a permitir que nada le arrebatase su tranquilidad, era un hombre nuevo a
partir de ese momento ya que si su vida cambiaría dando un giro de trescientos
sesenta, el también tendría que cambiar para adaptarse a esa nueva dirección.
El tremendo rugido del
poderoso motor de su auto al acelerar por las calles de Reforma, en la ciudad
de México, pronto le devolvió la sensación de tener el control. Y es que en
realidad lo tenía ¿No era así? Una pregunta inquietante para la que no conocía
una respuesta aún. ¿Sería que acaso aquel extraño manuscrito se la revelaría?
Ernesto piso a fondo el
pedal del acelerador. Pronto descubriría si era él quién en verdad tenía el
control en sus manos…
…
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