lunes, 4 de junio de 2012

Capítulo 2 títere y titiritero...


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Títere y titiritero

Ernesto permaneció ahí sentado a la mesa del Sanborns incluso una vez que el licenciado Montalvo se hubo retirado. Felipe Montalvo, el exitoso empresario trabajaba para uno de los más grandes imperios farmacéuticos del mundo y aunque era evidente que no era él quien movía los hilos ahí dentro, por lo menos conocía gente. Personas poderosas. Era justamente la clase de amistades que a Ernesto le gustaba procurarse. Hombres con poder y posición, que se sabían mover de un escalón a otro con rapidez sin importar que tan insegura o tambaleante fuere la pirámide social. Hombres inteligentes para hacer negocios.
Ambos hombres habían sido compañeros durante el bachillerato y aunque habían seguido caminos por completo diferentes en aquel entonces, parecía que el destino les reservaba aún la más grande sorpresa. Sorpresa que encontraron en la calidez de la amistad que habían retomado después de tanto tiempo. Y de repente, en un abrir y cerrar de ojos se encontraban ahí, más amigos que nunca y compartiendo su pretencioso gusto por el dinero.
Ernesto se sentía pleno, íntegro de repente. Tenía el presentimiento de que ese nuevo trato que se había cerrado aquella mañana, representaba la apertura de una gigantesca puerta que lo llevaría por fin a la riqueza y la felicidad que siempre había deseado conseguir. Una puerta que llevaba buscando treinta y seis años de su vida.
No dejaba de sonreír para sí mismo, mientras contemplaba los escenarios que las mesas de ese Sanborns le ofrecían. Hombres de negocios se veían aquí y allá, de vistosos trajes y espléndidas corbatas, probablemente también cerrando jugosos tratos de negocios al igual que él lo había hecho minutos antes. 
También veíanse mujeres. Damas en grupo comentando las películas de estreno o las últimas tendencias de la moda... Y por último se encontraba él, disfrutando de su reflexión en medio de la soledad de su mesa, sólo interrumpida por la compañía que le otorgaba su interminable sonrisa en el rostro.
-Ojalá estuvieras aquí papá- Dijo en voz alta, mientras la nostalgia lo invadía y que a punto estuvo de arrebatarle una lágrima.
Su padre, Ernesto Alquicira, había sido el iniciador de su vida en los negocios, el que le había dado la idea de comenzar invirtiendo en farmacéutica y quién le había dado el capital para iniciarlo todo desde cero. Era ese gran hombre por quién ahora tenía lo que tenía y era quién era.
Pero su padre se había ido hace ya mucho tiempo. El cáncer cerebral se lo había arrebatado y sólo quedaba él. Nunca tuvo hermanos con quién compartir sus triunfos y a su madre jamás la conoció. Eran sus hijos los últimos peldaños de la dinastía de los Alquicira. Los últimos del árbol genealógico. No permitiría que se perdieran este triunfo auténticamente suyo desde el principio hasta el fin. Iba a hacer que se sintieran orgullosos del hombre que era y del gran empresario en que se había convertido.
Aún no sabía exactamente cómo ni de donde sacaría el monto que le faltaba por pagar pero lo haría. Tenía que hacerlo, había tomado ya la firme decisión y no se echaría para atrás ahora. Además, la inversión valdría cada centavo.
Ernesto abandono aquella reflexión de las cosas para por fin dejar una gran propina y salir al estacionamiento. Estaba de muy buen humor a pesar de que exactamente no sabía cómo conseguiría el monto. Sin embargo tenía la certeza de que así lo haría.
El lujoso Sanborns en el que se habían quedado de ver para desayunar Montalvo y él se encontraba sólo a diez minutos de distancia de su residencia. Esto suponía una ventaja para efectuar la negociación ya que, al menos el pensaba que cualquier riesgo que debiera tomar a nombre de su empresa, debía de ser lo más cercano posible de su lugar más cómodo en el mundo: su hogar. Como si de alguna extraña manera, la amenaza de fracasar en un acto de negociación fuera fácil de sobrellevar cuando tenía tan cerca un lugar seguro hacia donde correr y dónde desahogarse. Como aquel capitán que por hundirse con su barco, se hunde feliz.
Ernesto salió al estacionamiento y se dirigió al sitio donde había dejado aparcado el Audi TT que conducía y justamente ya estaba por abrir una de las puertas cuando notó que había un sobre de papel recargado sobre el parabrisas de su auto…
A primera vista el sobre parecía una vulgar propaganda electoral o un boletín comercial así que lo tomó para llevarlo a la basura cuando se percató de que dicho sobre tenía escritas unas líneas en tinta roja. Cuando lo hubo mirado detenidamente notó algo mucho más interesante e inesperado: El sobre era una carta cerrada… y estaba dirigida a él pero había algo más… un dato extra escrito en él… se trataba del remitente, un tal Doctor Corvisart
Ernesto se encontraba distraído y en ese momento no le dio demasiada importancia al tema. Incluso estuvo a punto a dar apertura a aquel misterioso sobre ahí mismo, mientras seguía de pie en el estacionamiento del restaurante, pero se puso a pensar un segundo y decidió que la lectura de aquel documento tendría que esperar. Aquella extraña carta dirigida solo y específicamente  a él no le daba buena espina… Más allá de las extrañas circunstancias en que llegó a sus manos era el miedo a lo desconocido lo que lo aterraba pero ¿Qué tenía que perder?
-Vamos Ernesto no seas cobarde- Se dijo para sí mismo. – ¿Porqué de pronto te sientes tan inseguro por un insignificante pedazo de papel? No es que no sea extraño todo esto pero demonios, acabas de cerrar un trato de muchos millones que seguramente le dará un giro espectacular a tu vida en tan sólo unas cuantas semanas, ya lo has oído, Montalvo te lo ha asegurado… “No hay nada de qué preocuparse”- Se repitió en voz alta una vez más. Sonaba como el spot de una campaña política bien elaborada ya que justamente lo conducía al mismo efecto tranquilizador que produciría esta última.
Sin más titubeos o dudas al respecto, Ernesto abordó su Audi, se colocó sus gafas oscuras y conectó su iPad a todo volumen. No iba a permitir que nada le arrebatase su tranquilidad, era un hombre nuevo a partir de ese momento ya que si su vida cambiaría dando un giro de trescientos sesenta, el también tendría que cambiar para adaptarse a esa nueva dirección.
El tremendo rugido del poderoso motor de su auto al acelerar por las calles de Reforma, en la ciudad de México, pronto le devolvió la sensación de tener el control. Y es que en realidad lo tenía ¿No era así? Una pregunta inquietante para la que no conocía una respuesta aún. ¿Sería que acaso aquel extraño manuscrito se la revelaría?
Ernesto piso a fondo el pedal del acelerador. Pronto descubriría si era él quién en verdad tenía el control en sus manos…



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